viernes, 16 de febrero de 2024

LA VIDA DESDE LA REPRESENTACIÓN DE LA MUERTE

 



Por:

Profesor WALTHER


Debemos contemplar la vida desde la muerte. En efecto, como vivientes, no conocemos la muerte por experiencia, sin embargo, podemos hacernos una representación de esta, es decir desde el supuesto del no existir, y desde ese punto comenzar un viaje retrospectivo hasta el recuerdo más lejano y originario. Ahora, todos hemos alguna vez realizado éste ejercicio de repasar lo vivido, pero no todos inician el recorrido desde la muerte, y no debes realmente morir, sino saberte muerto en una representación. La contemplación de la vida desde ésta perspectiva inversa brinda una reveladora nitidez y comprensión que hasta ahora no habíamos valorado.

Si constantemente recurrimos al recuerdo vivencial desde el punto de partida habitual, a saber, desde nuestros primeros recuerdos infantiles y así progresivamente y hasta el presente inmediato, obtendremos una visión miope de nuestra existencia, es como mirar la cumbre de una montaña desde sus faldas y considerar el largo camino de debemos recorrer en su ascensión, los riesgos que debemos tomar e incluso la posibilidad de no llegar a la cima, para luego ser presa del temor y la inseguridad. La montaña se jacta de su grandeza, nos amedrenta. Sin embargo, si nos replanteamos la contemplación de nuestra existencia desde la inexistencia, es decir desde la ausencia vital y temporal como representación de lo que aún no he experimentado, nos sorprenderemos del alcance y magnitud que nos proporciona ésta perspectiva observacional, es como mirar las faldas de una montaña desde su cumbre y considerar con satisfacción o frustración las huellas dejadas en la ruta, podemos ver claramente el camino recorrido, una senda marcada que ciertamente podría servir de orientación y estímulo a otros, podemos hacernos reproches por la imperfección de la ascensión no exenta de problemas, pero ahora el ángulo ha cambiado, desde la cima ya no me percibo pequeño y vulnerable, sin embargo la mirada no debe detenerse en ese punto, eso está enquistado en un pasado, la satisfacción se superpone al reproche cuando desde la cumbre quitamos la mirada de la ruta recorrida y la alzamos redirigiéndola hacia el horizonte, para luego girarla en 360°, la totalidad de lo contemplado no tiene parangón, todo es tan sublime, podría alzar mis manos y tocar una nube, el cansancio, el hambre, el frío y los momentos de frustración se diluyen en recuerdos cada vez más difusos, así es contemplar la vida desde la muerte, una vez arriba, dejar clavada mi bandera en esa cumbre, todo lo demás son minucias.

Ciertamente evaluar nuestra vida desde la representación de la no existencia, nos llevaría a la inevitable reflexión de la significación de nuestra existencia e incluso de la propia utilidad o aporte al cosmos. En efecto, la visión amplificada que nos proporciona la contemplación inversa de la vida a partir de la muerte, nos invita a replantearnos respecto a cada paso recorrido ¿Hemos dejado huellas? Entendidas estas como una generosa herencia a quienes nos relevaran. ¿He presionado lo suficiente mi pie a cada paso, de tal manera que mis huellas sean indelebles? ¿cada pisada la he dado con propósitos trascendentes? ¿mi existencia considera clavar una bandera en la cumbre? He aquí la riqueza de este ejercicio, nos permite reinventarnos, resignificarnos, reformarnos, volver a nacer estando vivos. Entenderme muerto, en la nada, en eterno silencio y oscuridad para replantearme la vida.

Iniciar el recorrido existencial desde la vida es incierto, nos condena a la inmadurez, al azar, pero si partimos desde la meta, en marcha regresiva, podremos volver a considerar las condiciones del camino, los detalles ignorados del entorno serán valorados e incluidos, si ésta representación consiente de nuestra no existencia es exitosa, estaremos aplicándonos el mismo proceso por el cual debe pasar todo libro a punto de ser publicado. La contemplación de la vida en retrospectiva a partir de la representación de la propia muerte, es una revisión exhaustiva de la existencia sin tener que dejar de existir.

De igual manera, ésta experiencia, que bien podría volverse en práctica reflexiva habitual, nos acercará a la segura y ciertísima muerte. La muerte ya no será lejana, sino cercana, ya no será ajena, sino familiar. El ser abrazado por ella debería ser como recostar nuestra cabeza en una confortable almohada después de un agotador día. De hecho, no hay nada más cercano a la muerte real que el acto de dormir, si bien nuestro cuerpo continúa realizando sus procesos fisiológicos y la mente consolida otros, estamos en un estado de inconciencia, por horas nos separamos completamente de la realidad inmediata. Esta relación con la muerte, que se forja por la contante y voluntaria dedicación que le brindamos a su familiar llegada, debe ser considerada como un ser querido que nos visita, a veces de forma inoportuna, y otras más bien predecibles, pero a diferencia de un ser humano ante el cual llegado el caso podríamos excusarnos para no recibirlo, la muerte es un visitante al que no le podemos cerrar la puerta ¿y porque habríamos de cerrar la puerta si día a día está en nosotros a través de la sana y vigorosa meditación en retrospectiva?

La representación de la no existencia, nos recordará constantemente nuestra finitud, es el mejor calmante para el estrés del orgullo, soberbia e insensibilidad. Nos inducirá a considerarnos como lo que somos, seres mortales, y aunque algunos irradien inmortalidad y omnipotencia, aunque vivan en la vanidad de la mente común, creyendo que son dioses imbatibles, todo eso es temporal y efímero, la muerte tocara a su puerta para despertarlos de la fantasía.

Todos contamos con un breve tiempo de vida el cual debería ser bien administrado. ¿Por qué entonces algunos lo desperdician? Y eso de que lo desperdician, podría considerarse subjetivo, pues hay almas comunes que no han considerado exponer ante sus ojos la vida en retrospectiva, es decir, desde la representación de su muerte, por ende, su mirada de la realidad es miope en circunstancias que podría ser más precisa. Quien no se dispone a contemplar la representación de su inexistencia, no se apropiará del valiosísimo tiempo que le ha sido confiado, el tiempo pasará sobre él, y no él sobre el tiempo. La vida trascurrirá hacia un fin incierto, ignorando el valor y riqueza sapiencial que la consideración de su propia muerte le podría brindar. Así que, para algunos la vida no se está desperdiciando, al contrario, la están disfrutando, ajenos todos a la inevitable visita. Estos malos administradores siempre son sorprendidos disfrutando de su temporalidad o al sentir los golpes en su puerta buscan excusas para no abrir. Alguien así, jamás sería héroe o mártir.

En cambio, el buen administrador de la vida, realiza siempre el debido repaso en retrospectiva, tiene siempre frente a él, la perspectiva de la inexistencia cierta e inevitable, es la actitud del sensato, del previsor. Por eso, no hay miedo a la muerte, pues ha aprendido y se ha valido de ella como muda consejera e invisible mentora. Podemos siempre esperarla con gratitud y admiración. Quienes transitan por esta experiencia viven su temporalidad según lo que han reconsiderado vale la pena, se adhieren a un orden de prioridades que han evaluado con perspectiva trascedente y juzgan determinantes y esenciales. Su nueva y visionaria condición los lleva hasta el siguiente nivel en la ascensión, ya no se puede perder el tiempo sino redimirlo. Hay huellas que dejar, hay pasos que definir y una bandera que clavar.

De ahí que no debemos ignorar la muerte, mientras antes nos la representemos tanto mejor, mientras más estimulemos a otros a hacerlo mejor. Invitarla a ser parte de nuestra cotidianidad redundará en una riqueza existencial invaluable y de consecuencias eternas. A la más temprana edad se debe enseñar a tomarla en cuenta seriamente, dejar que ella reorganice nuestros pensamientos y proyectos temporales siempre en virtud de nuestra finitud y mortalidad natural.

Como consecuencia de la continua reflexión existencial en retrospectiva sobre nuestra inexistencia, aflorara imperceptiblemente un carácter noble, la nobleza como sello de nuestro ser temporal, de ahí la plena seguridad respecto a ofrendar la vida si es necesario, impronta del mártir, por cierto. También el dominio propio será una actitud frente a la vida, derivada del conocimiento intimo acerca de la representación de mí no existencia, a tal punto que no sufriremos conmociones, ni sobresaltos ante la muerte, por lo menos no a la manera en que lo experimenta el alma común irreflexiva, y no se confunda esto con una indiferencia o insensibilidad psicopática, sino a que la asumiremos como un evento conocido y esperado, un incidente o episodio más dentro del tiempo proporcionado para la existencia.