Por:
Profesor WALTHER
Debemos contemplar la vida desde la muerte. En efecto,
como vivientes, no conocemos la muerte por experiencia, sin embargo, podemos
hacernos una representación de esta, es decir desde el supuesto del no existir,
y desde ese punto comenzar un viaje retrospectivo hasta el recuerdo más lejano
y originario. Ahora, todos hemos alguna vez realizado éste ejercicio de repasar
lo vivido, pero no todos inician el recorrido desde la muerte, y no debes
realmente morir, sino saberte muerto en una representación. La contemplación de
la vida desde ésta perspectiva inversa brinda una reveladora nitidez y
comprensión que hasta ahora no habíamos valorado.
Si constantemente recurrimos al recuerdo vivencial desde
el punto de partida habitual, a saber, desde nuestros primeros recuerdos
infantiles y así progresivamente y hasta el presente inmediato, obtendremos una
visión miope de nuestra existencia, es como mirar la cumbre de una montaña
desde sus faldas y considerar el largo camino de debemos recorrer en su
ascensión, los riesgos que debemos tomar e incluso la posibilidad de no llegar
a la cima, para luego ser presa del temor y la inseguridad. La montaña se jacta
de su grandeza, nos amedrenta. Sin embargo, si nos replanteamos la
contemplación de nuestra existencia desde la inexistencia, es decir desde la
ausencia vital y temporal como representación de lo que aún no he
experimentado, nos sorprenderemos del alcance y magnitud que nos proporciona
ésta perspectiva observacional, es como mirar las faldas de una montaña desde
su cumbre y considerar con satisfacción o frustración las huellas dejadas en la
ruta, podemos ver claramente el camino recorrido, una senda marcada que
ciertamente podría servir de orientación y estímulo a otros, podemos hacernos
reproches por la imperfección de la ascensión no exenta de problemas, pero
ahora el ángulo ha cambiado, desde la cima ya no me percibo pequeño y
vulnerable, sin embargo la mirada no debe detenerse en ese punto, eso está
enquistado en un pasado, la satisfacción se superpone al reproche cuando desde
la cumbre quitamos la mirada de la ruta recorrida y la alzamos redirigiéndola
hacia el horizonte, para luego girarla en 360°, la totalidad de lo contemplado
no tiene parangón, todo es tan sublime, podría alzar mis manos y tocar una
nube, el cansancio, el hambre, el frío y los momentos de frustración se diluyen
en recuerdos cada vez más difusos, así es contemplar la vida desde la muerte,
una vez arriba, dejar clavada mi bandera en esa cumbre, todo lo demás son
minucias.
Ciertamente evaluar nuestra vida desde la representación
de la no existencia, nos llevaría a la inevitable reflexión de la significación
de nuestra existencia e incluso de la propia utilidad o aporte al cosmos. En
efecto, la visión amplificada que nos proporciona la contemplación inversa de
la vida a partir de la muerte, nos invita a replantearnos respecto a cada paso
recorrido ¿Hemos dejado huellas? Entendidas estas como una generosa herencia a
quienes nos relevaran. ¿He presionado lo suficiente mi pie a cada paso, de tal
manera que mis huellas sean indelebles? ¿cada pisada la he dado con propósitos
trascendentes? ¿mi existencia considera clavar una bandera en la cumbre? He
aquí la riqueza de este ejercicio, nos permite reinventarnos, resignificarnos,
reformarnos, volver a nacer estando vivos. Entenderme muerto, en la nada, en
eterno silencio y oscuridad para replantearme la vida.
Iniciar el recorrido existencial desde la vida es
incierto, nos condena a la inmadurez, al azar, pero si partimos desde la meta,
en marcha regresiva, podremos volver a considerar las condiciones del camino,
los detalles ignorados del entorno serán valorados e incluidos, si ésta
representación consiente de nuestra no existencia es exitosa, estaremos
aplicándonos el mismo proceso por el cual debe pasar todo libro a punto de ser
publicado. La contemplación de la vida en retrospectiva a partir de la
representación de la propia muerte, es una revisión exhaustiva de la existencia
sin tener que dejar de existir.
De igual manera, ésta experiencia, que bien podría
volverse en práctica reflexiva habitual, nos acercará a la segura y ciertísima
muerte. La muerte ya no será lejana, sino cercana, ya no será ajena, sino
familiar. El ser abrazado por ella debería ser como recostar nuestra cabeza en
una confortable almohada después de un agotador día. De hecho, no hay nada más
cercano a la muerte real que el acto de dormir, si bien nuestro cuerpo continúa
realizando sus procesos fisiológicos y la mente consolida otros, estamos en un
estado de inconciencia, por horas nos separamos completamente de la realidad
inmediata. Esta relación con la muerte, que se forja por la contante y
voluntaria dedicación que le brindamos a su familiar llegada, debe ser
considerada como un ser querido que nos visita, a veces de forma inoportuna, y
otras más bien predecibles, pero a diferencia de un ser humano ante el cual
llegado el caso podríamos excusarnos para no recibirlo, la muerte es un
visitante al que no le podemos cerrar la puerta ¿y porque habríamos de cerrar
la puerta si día a día está en nosotros a través de la sana y vigorosa
meditación en retrospectiva?
La representación de la no existencia, nos recordará
constantemente nuestra finitud, es el mejor calmante para el estrés del
orgullo, soberbia e insensibilidad. Nos inducirá a considerarnos como lo que
somos, seres mortales, y aunque algunos irradien inmortalidad y omnipotencia,
aunque vivan en la vanidad de la mente común, creyendo que son dioses
imbatibles, todo eso es temporal y efímero, la muerte tocara a su puerta para
despertarlos de la fantasía.
Todos contamos con un breve tiempo de vida el cual
debería ser bien administrado. ¿Por qué entonces algunos lo desperdician? Y eso
de que lo desperdician, podría considerarse subjetivo, pues hay almas comunes
que no han considerado exponer ante sus ojos la vida en retrospectiva, es
decir, desde la representación de su muerte, por ende, su mirada de la realidad
es miope en circunstancias que podría ser más precisa. Quien no se dispone a
contemplar la representación de su inexistencia, no se apropiará del
valiosísimo tiempo que le ha sido confiado, el tiempo pasará sobre él, y no él
sobre el tiempo. La vida trascurrirá hacia un fin incierto, ignorando el valor
y riqueza sapiencial que la consideración de su propia muerte le podría
brindar. Así que, para algunos la vida no se está desperdiciando, al contrario,
la están disfrutando, ajenos todos a la inevitable visita. Estos malos
administradores siempre son sorprendidos disfrutando de su temporalidad o al
sentir los golpes en su puerta buscan excusas para no abrir. Alguien así, jamás
sería héroe o mártir.
En cambio, el buen administrador de la vida, realiza
siempre el debido repaso en retrospectiva, tiene siempre frente a él, la
perspectiva de la inexistencia cierta e inevitable, es la actitud del sensato,
del previsor. Por eso, no hay miedo a la muerte, pues ha aprendido y se ha
valido de ella como muda consejera e invisible mentora. Podemos siempre
esperarla con gratitud y admiración. Quienes transitan por esta experiencia
viven su temporalidad según lo que han reconsiderado vale la pena, se adhieren
a un orden de prioridades que han evaluado con perspectiva trascedente y juzgan
determinantes y esenciales. Su nueva y visionaria condición los lleva hasta el
siguiente nivel en la ascensión, ya no se puede perder el tiempo sino
redimirlo. Hay huellas que dejar, hay pasos que definir y una bandera que
clavar.
De ahí que no debemos ignorar la muerte, mientras antes
nos la representemos tanto mejor, mientras más estimulemos a otros a hacerlo
mejor. Invitarla a ser parte de nuestra cotidianidad redundará en una riqueza
existencial invaluable y de consecuencias eternas. A la más temprana edad se
debe enseñar a tomarla en cuenta seriamente, dejar que ella reorganice nuestros
pensamientos y proyectos temporales siempre en virtud de nuestra finitud y
mortalidad natural.
Como consecuencia de la continua reflexión existencial en
retrospectiva sobre nuestra inexistencia, aflorara imperceptiblemente un
carácter noble, la nobleza como sello de nuestro ser temporal, de ahí la plena
seguridad respecto a ofrendar la vida si es necesario, impronta del mártir, por
cierto. También el dominio propio será una actitud frente a la vida, derivada
del conocimiento intimo acerca de la representación de mí no existencia, a tal
punto que no sufriremos conmociones, ni sobresaltos ante la muerte, por lo
menos no a la manera en que lo experimenta el alma común irreflexiva, y no se
confunda esto con una indiferencia o insensibilidad psicopática, sino a que la
asumiremos como un evento conocido y esperado, un incidente o episodio más
dentro del tiempo proporcionado para la existencia.