miércoles, 23 de junio de 2021

DE CRISTIANO A CREYENTE I


 Por:

 W A L T H E R

 

En las sagradas escrituras hay sólo tres versículos que hacen referencia al calificativo de “cristiano (s)” (Hechos de los Apóstoles 11:26; 26:28 y 1 S. Pedro 4:16). Calificativo que cumplía la función social de apodo o sobrenombre despectivo e incluso peyorativo para identificar a aquellos que fueron y seguían siendo seguidores de Jesús de Nazaret, habían creído y seguían creyendo en sus enseñanzas aún después de muerto y además desplegaban una insistente difusión de la vida y obra de su Maestro.

 La identificación de un grupo de creyentes con un nombre en particular que los relacionase con su maestro o una doctrina distintiva no es nueva, eso no reviste ninguna experiencia peculiar para los discípulos de Jesús. Los seguidores de Jesús el Cristo jamás pretendieron identificarse con un nombre en particular para resaltar su militancia, entendían que independientemente de su nacionalidad, condición social o vida pasada, todos eran uno en la fe de Jesucristo. Lo que los distinguía del resto de expresiones y confusiones religiosas que invadían el mundo conocido era su sorprendente testimonio de transformación personal, su conducta, principios, valores y estilo de vida que honraban la memoria del Maestro que afirmaban seguir, ¿amar y perdonar a los enemigos? ¿No abrigar envidias, rencores y venganzas? ¿No tener mayores ambiciones que la de imitar a su Señor? Y para colmo,  ¿estar dispuesto a padecer persecución o morir por sus convicciones sin presentar resistencia política o armada? Eran realmente luz y sal de la tierra en medio de la sociedad en que vivían, la vida trasformada por la fe en Jesucristo era su mejor carta de presentación y recomendación (S. Mateo 5:11, 13,14). Eran creyentes en el Dios creador de los cielos y la tierra, del Dios verdadero y eso bastaba. Su línea argumentativa apuntaba a reafirmar la realidad de un solo Dios por sobre todos los demás que pretendían divinidad y adoración. Habían millones de otros creyentes sinceros en diferentes deidades y que debían ser persuadidos con palabras y obras de justicia (Hechos de los Apóstoles 17:16-34)

Su vida coherente, la osadía, autoridad espiritual y moral en la predicación del evangelio llenaba de luz, donde quiera que fuesen su santa presencia contrastaba con las tinieblas imperantes. Vivían la vida del Maestro Jesús, su conducta pía era fruto de la pureza de sus pensamientos. Eran corderitos en medio de lobos. El hecho que los identificaran con tal o cual nombre les era indiferente, podrían haberles dicho: “los rebeldes”, “los sectarios”, “los fanáticos”, “los extremistas”, “los fundamentalistas”, “los cristianos” o “los ingenuos discípulos del endemoniado y encantador de Nazaret”.  Podrían haberlos acusado de difundir un “discurso de odio”, “subversivo”, “divisionista”, “discriminador” u “homofóbico”, pero respiraban paz, su conciencia estaba en armonía con los principios del cielo, no importa como los llamaran (1 S. Pedro 4:14; S. Juan 15:8). Todo calificativo insultante que pretendiese humillarlos, desacreditarlos o manchar su imagen como hombres y mujeres creyentes, era derribado por su santa conducta personal.

La promesa escritural señala como bienaventurados a aquellos que son víctimas de mentiras, insultos, difamaciones o persecuciones (S. Mateo 5:11; 1 S. Pedro 4:14) y no tienen por qué avergonzarse de ser seguidores fieles del Señor (1 S. Pedro 4:16). Los discípulos podían sentirse orgullosos de ser vituperados, porque todo el menosprecio hacia ellos era injustificado e infundado, eran perseguidos no por ser impíos, sino por vivir rectamente siguiendo las pisadas de su Señor (1 S. Pedro 4:15). Pero, ¿podemos decir lo mismo del actual mundo cristiano?

Con el transcurso de los siglos (sobre todo el siglo II) el término “cristiano” se normalizo, de ser un sobrenombre despreciativo, ahora identificaba a una comunidad particular de creyentes de buen testimonio y que constituían un verdadero catalizador de cambio y bendición para el mundo (a excepción de la edad oscura, donde el corrupto papado sembró el terror).

 Hoy la mayoría del así llamado mundo cristiano, en notable y escandaloso contraste con la iglesia apostólica, sí “padecen como homicidas, o ladrón, o, malhechor, o por entremeterse en lo ajeno” (1 S. Pedro 4:15) y sin embargo hasta dónde puede llegar su actual engaño y presunción de fe, que así y todo ¡glorifican a Dios por ello! ¡Victimizándose!

El cristianismo de hoy, mayoritariamente se ha degenerado y corrompido en grado sumo, se ha vuelto ineficaz, insípido, sin poder espiritual y nocivo para las sociedades modernas, dinamitando para siempre la fe y esperanza de millones de personas que día tras día ingenuamente caen en las redes de alguna de las miles de organizaciones cristianas de confusión religiosa, para luego sólo huir chasqueadas de ellas, decepcionadas y maldiciendo el nombre de Cristo. Hoy no es motivo de honra y orgullo identificarse como cristiano, más bien es causa de vergüenza ajena y burla, ser cristiano hoy es sinónimo de falsedad, sinverguenzura, mediocridad, ignorancia y mentira. Y lo más paradójico, es que no se trata de una reputación atribuida injustamente, sino ganada justificadamente, es decir no son alusiones calumniosas, sino totalmente veraces.  

¿Para que necesito hoy seguir identificándome como cristiano? ¿Para diferenciarme de las otras dos grandes religiones monoteístas? ¿Para recomendarme socialmente y obtener benignidad de los demás? ¿Para dar lastima? ¿Para engañarme a mí mismo y a los demás? ¿Para no ser contado como ateo?

Si hoy la iglesia quiere cumplir su misión de llevar al mundo a los pies de Cristo, debe ella primero arrepentirse de sus pecados y reconvertirse. La iglesia contemporánea se ha trasformado en un eficaz repelente para alejar a las multitudes de Jesucristo. El discurso cristiano moderno no es más que un gran eructo mal oliente que impregna de hipocresía a una sociedad enferma. El cristianismo actual no es más que un gran movimiento universal de impiedad institucionalizada que se extiende como gangrena y tiene como fin la destrucción total de los restos aún agónicos de cristianismo primigenio.

Desde hoy en adelante sólo seré un sencillo seguidor y creyente en Jesucristo. Nunca más diré con orgullo soy cristiano, más bien dejaré que mi boca cerrada lo grite al mundo con una vida consecuente, “así que, por sus frutos los conoceréis” (S. Mateo 7:20).

 

Luego dijo a Tomás:

"Pon tu dedo aquí, y mira mis manos. Acerca tu mano, y ponla en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente". (S. Juan 20:27)

 

Así, los que viven por la fe son benditos con el creyente Abrahán.

(Gálatas 3:9)