Por:
W A L T H E R
Un día por la tarde, instalado incómodamente sobre un
viejo sillón, junto al balcón de mi departamento alquilado, intentaba continuar
la lectura de un sencillo libro de filosofía el cual captó mi interés desde el
principio. Estuve más de una hora en ese proceso de “inicio” de lectura,
dado que cuando creía haberme concentrado, una y otra vez escuchaba algún ruido
que venía de la calle y que me sacaba del feliz mundo en el cual quería
permanecer.
Los ruidos sin lugar a dudas eran inmensamente molestos,
mezclas de sonidos que derivaban en zumbidos agobiantes, persistentes,
saturadores. Muchos y simultáneos, logre distinguir algunos a los lejos, otros prácticamente
a metros mío. Cantantes callejeros equipados con amplificadores de sonidos para
grandes recintos repitiendo las mismas canciones populares, comerciantes
ilegales ofreciendo a gritos desaforados sus productos, los automóviles y sus
bocinas, voces de conversaciones en alta voz, ladridos de jaurías de perros
vagos, un sujeto gritaba en la esquina los menús del restaurant, etc...
Llegó un momento en el cual mi mirada quedo fija en el párrafo
que alcance a leer, pero que no logre entender, ahora todos mis sentidos
estaban capturados por el insoportable enjambre de ruidos. Nada de lo que
escuchaba me agradaba, servía o ayudaba, todo era repugnante, molesto,
irritante, hostil, estaba sufriendo una agresión sonora. Una calle, una ciudad
sin control ni orden. Cuando ya creía que un cantante callejero por fin se
había callado la boca, llegaba otro a iniciar “su turno” encendiendo una vez
más los amplificadores. Realmente estaba agobiado, bajo presión. Todos los días
es lo mismo, pero especialmente hoy podría acertadamente ser declarado el día nacional
de la contaminación acústica. Logre a tal punto poner atención al bullicio, que
me aprendí de memoria el contenido del menú que ofrecían, pero además realice
un sorprendente descubrimiento.
Inclinando mi cabeza hacia abajo, llevándome la mano
derecha a la frente y a punto de colapsar, note un sonido familiar que me
produjo simpatía, era un sonido desde muy lejos, como intentando sobrevivir, era
como un débil rayo de luz queriendo infructuosamente penetrar las tinieblas. Aquel
sonido capto gratamente mi atención, olvide la lectura, cerré los ojos, me
concentre en él, mi mente y oídos ignoraron todo lo demás y sólo me quede con
ese apacible y débil instrumento. ¡Inconfundible, eran sonidos de campanas! ¡Un
campanario emitía su sonido característico!
Luego espontáneamente entró en acción la memoria, los
recuerdos, las imágenes, y me vi parado una vez más sobre la torre de campana de
la iglesia de todos los santos en Wittemberg, Alemania. En dicha torre hay una
frase que dice en alemán: “Ein feste Burg
ist unser Gott” (“Castillo fuerte es nuestro Dios”) y efectivamente ¡hay
unas inmensas campanas! ¡oh que bálsamo para todo mi ser colapsado, que luz de esperanza,
que consuelo bendito! Fueron minutos de ausencia, escape a un lugar que me
llena de felicidad e inspiración, de viaje a un lugar mejor, de suspensión en
el tiempo. No quería abrir los ojos, deseaba permanecer en ese recuerdo, los
sentidos estaban allá y no aquí, si en ese momento terminara mi vida moriría dichoso.
¡No puedo dejar de recordar la escalera que me llevaba a
la cúspide de la torre, como disfrutaba cada peldaño, el olor de las paredes,
su color, la escasa luz, el eco que se producía al hablar, evocar por unos
minutos el año 1517, ¡oh gratos e inolvidables recuerdos!
Un lejano y tímido sonido de campanas me llevan una vez
más a Wittemberg, con los ojos de la nostalgia me paro en lo más alto de la
torre de campana, miro el horizonte y contemplo la vieja ciudad del reformador
Martin Lutero.
No sé cuánto tiempo duró esa reminiscencia o teofanía,
pero mientras permanecí en éxtasis lo añore, lo desee, y fui feliz. Hasta que
un nuevo artista callejero subió irrespetuosamente los decibeles de su equipo y
distrajo mi mente, para volver de sopetón al incomodo sillón de los años
cincuenta en el que estaba sentado leyendo, intente una vez más distinguir el
sonido de campanas, pero éstas no se escucharon más…
Desde esa tarde en adelante todo cambio, ahora en medio
de la vorágine acústica, torturadora y contaminadora, cierro mis ojos y busco
con ansias distinguir el sonido de aquellas campanas. Cada tarde hago una pausa
en mi lectura, para buscar las campanas y reencontrarme con ellas.
Se dice que desde el siglo V las campanas como
instrumentos musicales, comenzaron a usarse en edificios y torres eclesiásticas
con el objeto de avisar e invitar a la población a hacer una pausa en sus
actividades y dedicarlas al culto, oración o reflexión. Hoy, nadie las escucha,
nadie las distingue. El comerciante seguirá gritando, el cantante ladrando y el
anfitrión parado en la esquina ofreciendo menús.
En medio del bullicio propio de una gran ciudad como
Santiago de Chile, que grato y esperanzador es escuchar las campanas de una iglesia
que llaman a reflexionar, a ocuparnos por un instante en las cosas del espíritu,
recordar los buenos momentos, y añorar tiempos mejores. Por mi parte procurare
siempre donde quiera que esté, reencontrarme con aquellas lejanas campanas…